Para continuar con la serie iniciada por el articulo de Michael Shermer sobre la relación entre ética y ciencia, les quiero compartir unas páginas del genial libro del argentino Juan José Sebreli El asedio de la modernidad. Crítica del relativismo cultural, del que ya les había compartido un fragmento en la entrada sobre los relativistas y los viejos .
En estas páginas, el estupendo ensayista nos muestra la importancia del conocimiento de la realidad para la elección de unos valores que nos permitirían el cumplimiento de nuestros objetivos, todo esto, usando como plataforma, su certera crítica a las falacias relativistas:
Así termina el primer capítulo del mentado libro, con unas páginas que no tienen pierde, y que nos proporcionan un material valiosísimo para reflexionar sobre la ética y su relación con la ciencia, además de dejar en evidencia una vez más los desprevenidos balbuceos de los relativistas de moda.
En estas páginas, el estupendo ensayista nos muestra la importancia del conocimiento de la realidad para la elección de unos valores que nos permitirían el cumplimiento de nuestros objetivos, todo esto, usando como plataforma, su certera crítica a las falacias relativistas:
La falacia lógica del relativismo cultural consiste en deducir la validez moral de toda costumbre o tradición por el mero hecho de ser aprobada por determinada cultura, es decir, por el mero hecho de existir; se subordina, de este modo, la ética al poder constituido, o por lo menos al éxito. La falacia consiste en pasar de ser al deber ser, del hecho fáctico, al juicio normativo, falacia que ya había sido denunciada por David Hume - Tratado del entendimiento humano, 1778-, donde se sorprendía de encontrarse con que "en vez de los verbos copulativos entre proposiciones "ser" y "no ser" no hay ninguna proposición que esté enlazada por un "debería" o un "no debería". Este cambio es imperceptible. Sin embargo, tiene una gran importancia porque dado que ese "debería" o "no debería" expresa una nueva relación o afirmación, es necesario que se la observe y se la explique, y al mismo tiempo que se da una razón para algo que nos parece totalmente inconcebible, deberá explicársenos cómo puede ser esta nueva relación una deducción de otras que son totalmente diferentes".
G. E. Moore - Ética, 1912-, por su parte, habla de la "falacia naturalista" que consiste en deducir lógicamente una propiedad no natural, como lo ético, de propiedades naturales que no son éticas en sí mismas.
El realativismo cultural incurre en esta falacia de deducir el juicio normativo del juicio fáctico, el deber ser del ser, al justificar toda norma ética, cualquiera que fuera, por el mero hecho de ser aceptado por la mayoría de una comunidad. Si toda ética está justificada por formar parte de una identidad cultural, el error y la maldad no tienen lugar, y parecería que los hombres hicieran siempre lo que debieran hacer. No hay criterio válido para la oposición ni para la propuesta de una ética alternativa, no se contempla la existencia de algunos de sus miembros que sufren o son oprimidos por las normas vigentes, ni se toma en cuenta a aquellos que quieren distinguir entre lo que es y lo que desearían que fuese. El hombre no es un ser exclusivamente cognoscitivo que dice sólo "esto es así" o "esto es distinto de aquello"; es un ser valorativo que dice "esto es mejor que aquello", esto es justo y aquello es injusto, esto es bello y aquello es feo. El hombre no puede vivir sin expresar y aplicar juicios de valor. Además los valores no son algo dado, que manifiestan lo que somos, sino lo que no somos, lo que queremos ser, lo que buscamos ser, lo que pensamos que debemos ser. Por eso los valores humanos no pueden ser deducidos de las estructuras, pues la acción de los hombres no es una respuesta mecánica a una situación dada, sino que, por el contrario, es un intento de superar esa situación, de romper con las estructuras que lo condicionan.
En última instancia, el relativismo cultural es una actitud conservadora, defiende el statu quo; el concepto de identidad cultural no es compatible ni con la disidencia ni con la crítica. Tanto los estructuralistas como los funcionalistas justifican la organización de las sociedades primitivas sobre la base de una coherencia interna. Los hábitos aparentemente más absurdos tendrían dentro del código con el que se rigen una lógica inflexible, y los actos que parecen crímenes obedecerían a una estricta ley moral: su función estaría en mantener la estabilidad y el equilibrio del sistema. En nombre de la funcionalidad se justifica, por ejemplo, el infanticidio en sociedades amenazadas por el hambre. Si juzgamos las costumbres, no de acuerdo con un código ético, sino exclusivamente funcional, muchos de los peores crímenes de los que se acusa a Occidente quedarían blanqueados en nombre de la funcionalidad. Nada más funcional, por ejemplo, que la esclavitud de los negros en las colonias americanas, ya que sin ellos hubiera sido imposible, dada la escasa población blanca, el cultivo extensivo. Nada más funcional que la superexplotación de la clase trabajadora, inclusive niños, en la etapa de acumulación primitiva del capitalismo.
El error fundamental del relativismo está en juzgar como criterio de valor la coherencia consigo mismo y prescindir de la coherencia con la realidad exterior; en considerar valioso lo que es vigente dentro de una cultura cuando el verdadero criterio de validez reside en la comparación entre los distintos valores que se dan en diferentes sociedades. De la comparación, de la confrontación - por cierto, rechazada por los relativistas- puede surgir la superioridad de unos códigos morales con respecto a otros, establecerse una jerarquía de valores válida para todos, admitir que ciertos valores son más deseables que otros, la libertad más que la esclavitud, el placer más que el dolor, el conocimiento más que la ignorancia, la belleza más que la fealdad, la verdad más que la mentira. La paz entre los pueblos, la opresión del hombre por el hombre, la igualdad entre los sexos, no pueden reducirse a particularidades de determinadas culturas, y por tanto, relativas; son juicios de valores universales y absolutos. El relativismo cultural, al negarse a comparar cualidades, cae en la antinomia de justificar valores antitéticos, afirmar como igualmente válidos los pares de opuestos. Por ejemplo: los relativistas pueden ser antirracistas en Occidente, denunciar la xenofobia, la discriminación de los inmigrantes y la de los negros en Europa y Estados Unidos. Pero en cambio, su adhesión a la identidad cultural los lleva a aprobar el racismo antiblanco de los argelinos, el antijudaísmo de los palestinos y de muchos regímenes árabes, el racismo entre tribus africanas negras que termina en guerras sangrientas. Los relativistas pueden ser militantes de la liberación sexual y del feminismo en Occidente, pero al mismo tiempo, en nombre de la identidad cultural, son defensores de los regímenes mahometanos donde, como hemos mostrado, la represión sexual y la subordinación de la mujer están entre sus fundamentos. Paradojalmente, los movimientos juveniles y estudiantiles rebeldes de los años sesenta eran abanderados de la revolución sexual, y al mismo tiempo erigían como modelo de sociedad la Cuba de Castro, la China de Mao, y el Vietnam de Ho-Chi-Min, que se contaban entre los regímenes de esa época más represivos de la sexualidad. Se llega así a la actitud contradictoria de aceptar en las culturas ajenas preferidas, los prejuicios que se denigran en la propia.
El problema que se genera al intentar liberarse del relativismo escéptico está en saber si es posible una ética objetiva, universal e imparcial. Los valores morales no son conocimientos empíricos y demostrables, las normas éticas no son leyes científicas generales establecidas y verificables, implican un determinado significado de la existencia humana y, por lo tanto, pertenecen al campo del conocimiento filosófico y no del científico. Cuando actúa, el hombre no se rige por principios puramente lógicos, sino que elige entre determinados valores. No hay argumento lógico de por qué ha preferido esa actitud y no otra. No obstante, la aproximación entre la convicción moral y la cognoscitiva es deseable: en el caso de encontrarse en una encrucijada, el hombre estará en mejores condiciones de elegir si conoce las consecuencias previsibles que le traerá su decisión, si sabe a dónde, presumiblemente, lo llevará cada uno de los caminos que se bifurcan.
La ciencia se basa en juicios fácticos y no en juicios de valor, y la ética, como sostenían Hume y Moore, no puede deducirse directamente de los hechos, pero al mismo tiempo no es posible establecer una separación total entre unos y otros. El juicio fáctico en ciencias humanas- por ejemplo, el análisis de determinado sistema político- no puede dejar se ser para el investigador que está en contra o a favor de ese sistema, un juicio valorativo. A su vez, los juicios valorativos no pueden prescindir totalmente de los hechos; la lógica y las ciencias nos permiten conocer los medios más adecuados para lograr lo que nos proponemos, y también para saber si lo que nos proponemos es posible o no. Al eliminar las imposibilidades, la ciencia nos dice lo que no debemos hacer aunque no pueda señalarnos lo que debemos hacer; queda una amplia gama de posibilidades, un margen de incertidumbre. Sólo nuestra libertad y nuestra responsabilidad es la que deberá optar sin que ninguna lógica metodológica nos indique una decisión unívoca y certera. No obstante estos juicios de valor pueden estar apuntalados por conocimientos objetivos. La biología genética, la antropología evolucionista, la psicología y la sociología niegan la superioridad de una raza sobre la otra. La biología, la antropología y la historia rechazan la superioridad de un sexo sobre el otro. La paleontología, la antropología, y la historia muestran que la agresividad humana no es innata en el hombre. La psicología infantil de Piaget enseña que el juicio moral no deriva de la autoridad sino del respeto mutuo y de las relaciones de reciprocidad. De estos datos puede concluirse que toda sociedad, toda cultura, por muy antigua y prestigiosa que sea, que practique el racismo, el sexismo, la violencia y el autoritarismo tiene fundamentos objetivamente falsos, su identidad cultural se basa en juicios éticos inferiores.
Ahora bien, la mayor parte de los datos reales que le son aportados a la ética provienen de las ciencias humanas, y aquí surge otro problema. En éstas, a diferencia de las ciencias naturales, el subjetivismo y la ideología juegan un papel decisivo, ya que el investigador es, al mismo tiempo, el investigado. No obstante, como todo conocimiento, tiene sus medios para autocorregirse: la sociología del conocimiento, y, como una rama de la misma, la teoría de la ideología, iniciada por Marx y continuada por Mannheim, intenta eliminar en lo posible las variables ideológicas, corregir los factores de perturbación. Si sabemos que nuestras ideas morales están condicionadas históricamente por la cultura, la época, el grupo humano o la clase social a la que pertenecemos, hay más posibilidades de independizarnos relativamente de ellas y lograr una mayor objetividad. El peor subjetivista es el que ignora que lo es.
La ética objetiva y universal ha sido una aspiración permanente de los hombres, de los antiguos que buscaban una sabiduría válida de la vida, de los iluministas cuando creían que la "virtud" era "demostrable". Si bien algunas normas morales desaparecen en las transformaciones sociales, otras se mantienen parcialmente o son corregidas, y algunas, en fin, constituyen un acercamiento a una moral universal que se va realizando a medida que se dan las condiciones. La moral kantiana que propone tratar al hombre como un fin y nunca como un medio es, por cierto, irrealizable en una sociedad de clases y de opresión, pero no significa una falsedad, sino el preanuncio de una moral posible y necesaria en el futuro. Tal vez sea un ideal lejano e inaccesible, pero es el que guía el proceso por el cual intentamos llegar a una vida mejor, la pauta por la que podemos superar nuestros juicios de valor equivocados. El progreso de la ética está dado por la realización siempre imperfecta e incompleta por la cual, no obstante, vamos aproximándonos a ese ideal que parece inalcanzable.
Así termina el primer capítulo del mentado libro, con unas páginas que no tienen pierde, y que nos proporcionan un material valiosísimo para reflexionar sobre la ética y su relación con la ciencia, además de dejar en evidencia una vez más los desprevenidos balbuceos de los relativistas de moda.