Imaginemos que un hombre joven, blanco ha sido falsamente declarado culpable de un delito grave y condenado a cinco años en una prisión de máxima seguridad. No tiene antecedentes de violencia y está, comprensiblemente, aterrado ante la perspectiva de vivir entre asesinos y violadores. Al oír las puertas de la prisión cerrarse tras de él, toda una vida de diversos intereses y aspiraciones colapsa en un solo punto: debe evitar hacer enemigos para poder cumplir su condena en paz.
Por desgracia, las cárceles son lugares de incentivos perversos - en las que hay que seguir las propias normas para evitar convertirse en una víctima llevada ineludiblemente hacia la violencia. En la mayoría de las cárceles de Estados Unidos, por ejemplo, los blancos, los negros y los hispanos, están en un estado de guerra perpetua. Este joven no es racista, y prefiere interactuar pacíficamente con todos los que conoce, pero si no se une a una pandilla es probable que sea objeto de violación y otros abusos contra los prisioneros de todas las razas. No elegir un bando es convertirse en la víctima más atractiva de todas. Siendo blanco, probablemente no tendrá otra opción racional sino la de unirse a una pandilla supremacista blanca para su protección.
Así que se une a una pandilla. Con el fin de seguir siendo un miembro de pleno derecho, sin embargo, tiene que estar dispuesto a defender a otros miembros de la pandilla, sin importar qué tan sociópata sea su comportamiento. También descubre que debe estar dispuesto a usar la violencia ante la más mínima provocación -devolver un insulto verbal con una puñalada, por ejemplo- o arriesgarse a adquirir una reputación como alguien que puede ser asaltado a voluntad. El no responder a la primera señal de falta de respeto con una fuerza abrumadora, es correr un riesgo de abusos intolerable. Por lo tanto, el joven comienza a comportarse precisamente de esas formas que hacen que cada prisión de máxima seguridad sea un infierno en la tierra. También añade más tiempo a su condena por la comisión de delitos graves tras las rejas.
Una prisión es quizás el lugar más fácil de ver el poder de los incentivos negativos. Sin embargo, en muchos otros lugares en nuestra sociedad, nos encontramos con hombres y mujeres por lo demás normales atrapados en la misma trampa y ocupados haciendo la vida mucho menos buena de lo que podría ser para todo el mundo. Los funcionarios electos ignoran los problemas a largo plazo, ya que deben complacer los intereses a corto plazo de los votantes. Las personas que trabajan para las aseguradoras se basan en tecnicismos para negarle la atención que necesitan a los pacientes desesperadamente enfermos. Los directores ejecutivos y banqueros de inversión corren riesgos extraordinarios -tanto para las empresas como para la economía en su conjunto- porque cosechan las recompensas del éxito sin sufrir las penalidades del fracaso. Los abogados siguen enjuiciando personas que saben que son inocentes (y defienden a los que saben que son culpables) porque sus carreras dependen de ganar casos. Nuestro gobierno libra una guerra contra las drogas que crea el problema de las ganancias del mercado negro y la violencia que se pretende resolver...
Necesitamos sistemas que sean más sabios que nosotros. Necesitamos instituciones y normas culturales que nos hagan mejores de lo que solemos ser. Me parece que el mayor reto al que nos enfrentamos ahora es el de construirlas.
El sitio Edge le hace anualmente una pregunta a los intelectuales del momento.
La pregunta de este año fue ¿Qué debería preocuparnos? Iré compartiendo a lo largo del año algunas de las respuestas que más me gusten. Para empezar,la respuesta de Sam Harris, el poder de los incentivos negativos:
No conocía la teoría, pero es de lo más común en esta sociedad irracional que nos tocó en suerte.
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