sábado, 16 de julio de 2016

Aves en la literatura 5: La vorágine- Jose Eustasio Rivera



El escritor colombiano Jose Eustasio Rivera solo publicó dos obras: una de poesía llamada Tierra de promisión, en 1921, y La vorágine, su única novela y la que lo llevaría a la fama, en 1924. Esta se convertiría en una de las novelas más populares de la historia colombiana y latinoamericana, considerada en ocasiones costumbrista por su descripción de las culturas que habitan los llanos colombianos y el piedemonte amazónico, como los campesinos llaneros y algunos grupos indígenas. El mismo Rivera había realizado un viaje iniciado en 1922 a la frontera colombo-venezolana y posteriormente denunciado las atrocidades de las caucherías. La novela es en sí misma una crítica a estas atrocidades y otras condiciones que el autor observaría.

Su descripción poética es impresionante, y no cae en juicios de valor. Es además muy precisa, fruto de las observaciones realizadas durante su visita  a diversos sectores como miembro de la comisión que demarcaría los límites de Colombia, Venezuela, Perú y Brasil. Al ser estos lugares tan biodiversos, las aves ocupan un lugar importante en algunas descripciones de la majestuosidad de las llanuras y sus crepúsculos, de la grandiosidad y a la vez terrible dificultad de las selvas, al igual que de algunas especies domésticas en actividades tradicionales como las peleas de gallos. Así que les mostraré algunos párrafos donde son utilizadas en la narración: 

"Y la aurora surgió ante nosotros: sin que advirtiéramos el momento preciso, empezó a flotar sobre los pajonales un vapor sonrosado que ondulaba en la atmósfera como ligera muselina. Las estrellas se adormecieron, y en la lontananza de ópalo, al nivel de la tierra, apareció un celaje de incendio, una pincelada violenta, un coágulo de rubí. Bajo la gloria del alba hendieron el aire los patos chillones, las garzas morosas como copos flotantes, los loros esmeraldinos de tembloroso vuelo, las guacamayas multicolores".


"Garzas meditabundas, sostenidas en un pie, con picotazo repentino arrugaban la charca tristísima, cuyas evaporaciones maléficas flotaban bajo los árboles como velo mortuorio".

"Complacidos observábamos el aseo del patio, lleno de caracuchos, siemprevivas, habanos, amapolas y otras plantas del trópico. Alrededor de la huerta daban fresco los platanales, de hojas susurrantes y rotas, dentro de la cerca de guadua que protegía la vivienda, en cuyo caballete lucía sus resplandores un pavo real".

"A vé si el Antonio se anima a yevarme. Por si me dejare desamparáa, le di en el café el corazón de un pajarito llamado piapoco. ¡Puée irse muy lejos y corré tierras; pero onde oiga cantá otro pájaro semejante, se pondrá triste y tendrá que volverse, porque la guiña tá en que viene la pesaúmbre a poné de presente la patria y el rancho y el queré olvidao, y tras los suspiros tiene que encaminarse el caminador o se muere de pena".

"Por encima de la platanera tendió más tarde la luna un reflejo indeciso, que fue dilatándose hasta envolver la inmensidad. El tiple elevó su rasgueo melancólico en el preludio de la tonada:

Pobrecita paloma
que el gavilán la cogió;
aquí va la sangrecita
por donde se la llevó.

Con el alma en los ojos, tendía yo la escopeta hacia el caño, hacia los corrales, hacia todas partes. El pavo, desde la cumbrera de la cocina, hirió la noche con destemplados gritos. Afuera, en alguna senda del pajonal, aullaron los perros.

Aquí va la sangrecita
por donde se la llevó."

"Momentos después, al regresar a la casa, vi que Clarita les vendía ron, en un coquillo labrado, a los de la junta. Había hombres desconocidos y debajo de los bayetones les cantaban los gallos. Quienes discurrían cazando apuestas 'a la tapada', o les afilaban las espuelas a los campeones, o con buches de aguardiente les rociaban el costado, alzándoles el ala. Patiamarrados con cordeles, escarbando el suelo, desafiábanse los rivales de plumajes vistosos y cuellos congestionados. Por fin, Zubieta tomó un carbón y trazó en el piso del caney un círculo irregular. Colocóse en su asiento, recostándolo a una columna, frecuentó la botella y con áspera risotada propuso:
-¡Voy cien toretes al 'requemao' contra el 'canaguay'!


"Los careadores levantaron los gallos, y chupándoles los espolones, se los frotaron luego con limón, a contentamiento del público. Presto, a la voz del juez de pelea, los enfrentaron dentro del círculo.
El gallero gritaba, agachado sobre el palenque:
-¡Hurra, poyito!¡Al ojo, que es rojo; a la pierna, que es tierna; al ala, que es rala; al pico, que es rico; al pescuezo, que es tieso; al codo, que es godo; a la muerte, que es mi suerte!
Miráronse los contendores con ira, picoteando la arena, esponjando sobre el dorso rasurado y sanguíneo la gorguera de plumas tornasoladas y temblorosas. Con simultáneo revuelo, en azul resplandor, lancearon el vacío, por encima de sus cabezas, esquivas a la punzada y el aletazo. Rabiosos, entre el vocerío de los espectadores que ofrecían 'gabelas', se acometieron una y otra vez, se cosían a puñaladas, se prendían jadeantes; y donde agarraba el pico, entraba la espuela, con tesón homicida, entre el centelleo de los plumajes, entre el salpique de la sangre ardorosa, entre el ruido de las monedas en el estadio, entre la ovación palmoteada que hizo la gente cuando vio rodar al canaguay con el cráneo abierto, sacudiéndose bajo la pata del vencedor, que, erguido sobre el moribundo, saludó la victoria con un clarineo triunfal".

"Las aguas corrían al revés y las bandadas de patos volteaban en las alturas, cual hojas dispersas. Súbito, cerrando las lejanías entre cielo y tierra, descolgó sus telones el nublado terrible, rasgado por centellas, aturdido por truenos, convulsionado por borrascas que venían empujando a la oscuridad".


"¡Bendita sea la difícil landa que nos condujo a la región de los revuelos y la albura! El inundado bosque del garcero, millonario de garzas reales, parecía algodonal de nutridos copos; y en la turquesa del cielo ondeaba, perennemente, un desfile de remos cándidos, sobre los cimborrios de los moriches, donde bullía la empelusada muchedumbre de polluelos. A nuestro paso se encumbraba en espiras la nívea flota, y, tras de girar con insólito vocerío, se desbandaba por unidades que descendían al estero, entrecerrando las alas lentas, como un velamen de seda albicante.
Pensativo, junto a las linfas, demoraba el 'garzón soldado', de rojo quepis, heroica altura y marcial talante, cuyo ancho pico es prolongado como una espada; y su alrededor revoloteaba el mundo babélico de zancudas y palmípedas, desde la 'corocora' lacre, que humillaría al ibis egipcio, hasta la azul cerceta de dorado moño y el pato ilusionante de color de rosa, que en el rosicler del alba llanera tiñe sus plumas. Y por encima de ese alado tumulto volvía a girar la corona eucarística de garzas, se despetalaba sobre la ciénaga, y mi espíritu sentíase deslumbrado, como en los días de su candor, al evocar las hostias divinas, los coros angelicales, los cirios inmaculados".

"Entre tanto, la tierra cumple las sucesivas renovaciones: al pie del coloso que se derrumba, el germen que brota; en medio de los miasmas, el polen que vuela; y por todas partes el hálito del fermento, los vapores calientes de la penumbra, el sopor de la muerte, el marasmo de la procreación.
¿Cuál es aquí la poesía de los retiros, dónde están las mariposas que florecen flores traslúcidas, los pájaros mágicos, el arroyo cantor? ¡Pobre fantasía de los poetas que solo conocen las soledades domesticadas!
¡Nada de ruiseñores enamorados, nada de jardín versallesco, nada de panoramas sentimentales!"




jueves, 14 de julio de 2016

Viajeros, de Pablo Montoya

Pablo-Montoya-Poemas-Ilustrados-Viajeros_Tragaluz-editores_b
Imagen tomada de tragaluzeditores.com


A casi todos nos gusta viajar, pocas cosas logran tal consenso entre los humanos, que al parecer, preferimos concentrarnos en las cosas que nos dividen. Viajamos por muchas razones: trabajo, cambio de residencia, vacaciones, estudio, aventura, placer; aunque algunas de estas razones estén vedadas a tantos. Nos atrae lo nuevo, lo diferente, porque lo encontramos misterioso y queremos conocerlo, porque nos aleja de la rutina y nos devuelve un poco la alegría, porque nos hace sentir vivos. Desde muy pequeño, sueño con recorrer el globo, ir a los lugares famosos que escuchaba en la radio o veía en la televisión y en el cine: Egipto, Australia, Inglaterra, Italia, Alemania, Japón, México, Brasil; pero también anhelo tachar en los mapas de mi atlas azul de la infancia los nombres de países que nadie conoce: pasar unas tardes en las playas de Fiji y Naurú, visitar las ruinas imperiales de Camboya, vislumbrar siluetas de elefantes y jirafas en las llanuras de Tanzania,  perseguir aves del paraíso en Papúa Nueva Guinea…

Por ahora, me ha tocado relegar un poco esos sueños y dedicarme a conocer y reconocer los vértices y montañas de la región donde nací, no menos hermosos ni impresionantes, aunque quizá sí un poco menos misteriosos, por esa relativa pérdida del asombro que induce en nosotros la impresión de lo conocido. Y digo impresión, porque aunque digamos con certeza que conocemos los lugares de la cotidianidad, la verdad es que muchos de nosotros no ocupamos mucho tiempo en conocer de verdad los lugares por los que transitamos comúnmente, a algunos solo les alcanza para sobrevivir, a otros no les alcanza la curiosidad. Por esto, intento maravillarme en cualquier pueblo antioqueño, en las playas de alguna de nuestras costas, en los páramos de nuestras milenarias montañas o en los andenes de nuestras ciudades crecientes. Pero no puedo negar que quiero también cambiar abruptamente de latitud y longitud, escuchar multitudes en idiomas desconocidos, degustar sabores de otras gastronomías, retorcerme del frío en algún paraje lejano, bailar con músicas que jamás hayan tocado mis oídos, besar labios que pronuncien otras palabras.

Me gusta moverme, pero como no quiero ni puedo hacerlo siempre, me gusta también conocer los movimientos de los otros, sus aventuras, sus itinerarios, sus planes pasados y futuros.  Por eso me encantan los libros y blogs de viajes, las películas de países lejanos, los documentales de extraños animales. Y por eso no podía dejar de maravillarme el hermoso libro de poesía en prosa, Viajeros, de Pablo Montoya, el ahora reconocido escritor, ganador del Premio Rómulo Gallegos, que justamente hoy le está siendo entregado en Caracas. En este encantador libro, Montoya reconstruye en las voces de los personajes, viajeros todos, algunas de sus vivencias y probables pensamientos. A través de un conjunto de personas que viajan de diferentes maneras; unos reales, otros ficticios; unos famosos, otros anónimos; unos ricos, otros pobres; Montoya nos lleva por los senderos humanos: los del amor, el odio, la religión, el anhelo de poder, la guerra, la compasión, la curiosidad, la insatisfacción. Por eso entre los personajes destacan marineros, indígenas, filósofos, artistas y científicos.

Observamos entonces la desesperanza de Noé al liberar la paloma, la confianza de un melanesio en la concha que lo acompaña, las oraciones de Jonás para que la ballena lo digiera, el vacío de un papús que quiere vivir mirando las aves entre los follajes de un árbol, el remordimiento de Bartolomé de las Casas por su complicidad inicial, la descreencia de Stefan Zweig horas antes de su suicidio. Montoya nos muestra los posibles dramas y dudas de estas personas en tránsito, sus posibles sufrimientos, sus posibles búsquedas. Así, un cruzado nos dice: “Busqué al creador encerrado en el delirio. Pero en Maara y Antioquía Él se escondió entre la sangre y la epidemia”. Magallanes no puede creer que los indios hayan podido asesinarlo: “La luz del día se despedaza entre mis manos. Me tasajean la otra pierna. Me desmorono. El mundo comienza a oscurecerse, y no lo creo”. Montaigne se lamenta de su encierro juvenil, de la esfera de cristal en la que lo mantuvo su padre: “Pero tú ya estás muerto. Y yo me he quedado solo conmigo y con los libros. Y no tengo otra salida que buscarme y encontrarme en ellos. Y tomar la pluma para escribirte estas palabras”.

Es evidente que para narrar estas cosas, Montoya tuvo que leer mucho sobre estos personajes, pasar noches en vela metiéndose en sus vidas, quizá sintiéndose como ellos, tratando de imaginar los sentimientos e ideas que pasaron por sus cabezas en momentos tan cruciales de sus vidas reales o ficticias como los instantes previos a la muerte, o a las despedidas, o a las revelaciones. Esa curiosidad, esas ganas de ser otro, tampoco nos es ajena, soñamos muchas veces con estar en los zapatos de otros, ser por un rato un indígena amazónico, un naturalista del siglo diecinueve, un poeta alejandrino, una bruja africana, un pirata cojo.

Además, Pablo Montoya ha estado tan obsesionado con estas vidas, que ha desarrollado sus historias en sus novelas posteriores. Algunos de sus poemas de este libro de 1999 son al parecer los gérmenes de algunas de sus historias recientes: su poema Ovidio de su novela Lejos de Roma, en la que narra el exilio del poeta-, su poema Caldas de su novela Los derrotados, en la que Caldas y un círculo de amigos son los protagonistas de una novela en dos tiempos pero con la derrota como común denominador; y en su poema Théodore de Bry de su novela Tríptico de la infamia, novela por la cual está hoy recibiendo el famosísimo premio.

A pesar de que Montoya vivió en París y seguramente ha hecho ya muchos otros viajes, sabe bien que no hay necesidad de salir de casa para viajar, y evidentemente lo hizo en buena medida al recorrer las historias de los personajes históricos o salidos de la cabeza de alguien con los que construyó estos poemas. Sabe bien, por ejemplo, que Théodore de Bry no tuvo que venir a América para conocer las atrocidades de la Conquista y la Colonia, que le bastaron los textos descriptivos de Bartolomé de las Casas para viajar y presenciar uno  de los más terribles rostros de la infamia. Y sabe también que se puede viajar hacia adentro, eso queda claro en su poema León: “En su mano veo los pequeños hongos recogidos. Tengo miedo ante la fragmentación y el todo. León permanece en silencio. Pero sus ojos vastos son una señal. No hay advertencia de entrada a bosques infernales. No hay antesalas de paraísos ni fronteras ni utopías. Tomo las sombrillas de la tierra. Vacilo. Miro mis ojos que me miran. Un monstruo o Dios agazapado. E inicio a salir dentro de mí”.

Después de terminar el libro, no queda duda de la calidad de la prosa poética de Montoya, ni de la buena elección del epígrafe, una frase de José Lezama Lima:

“El viaje es un movimiento de la imaginación”.

Publicada originalmente en https://literariedad.co/2015/08/02/viajeros-de-pablo-montoya/